Los jueves
He renunciado a la muerte
al contrato imposible de un silencio infinito
al derecho innegable
de lo que llaman seguro
renuncio
lo dejo todo
cuanto tiene de mí
el abril que no floreció nunca
los jueves
el silencio llano
la taza rota escondida tras los vasos
cada uno
regado en la tierra yerma de un día soleado.
Grito entonces
despiadado ante una libertad terrible
suicida
que parece aguacero huracán corriente eterna
hilos de mi garganta dibujada en la pared de casa.
Y oscurezco
como la ciudad de un recibo no pagado
me seco
entre el llanto salado y tibio
y nada llena la habitación.
No la lluvia infantil y ausente
ni los abrazos que no acaban
no el estío infinito
ni el andar de las mariposas
en la cobija.
Camino
me arrastro gatuno
por las líneas duras
hondas
impasibles
de una sabana con paredes
impasibles
hondas
con líneas duras
de una celda eterna
arena movediza cárcel
entre el polvo y las arañas
donde la brújula es difusa
y no hay sur.
Entonces salgo
huyo
me desgajo
no hay puerta vasta
donde vaya
ni agonía suficiente que destruya
la calma del sofá
o la lejanía del agua al tocarme.
Después
de la ducha efímera
y el desayuno ausente
corro
y entre la usanza de hormigón
resuena
—dos veces a lo mucho—
en mí
la puerta cerrarse
crujir
el polvo caer
flotar
y la luz irrumpir abrupta
por las rendijas de la ventana.
En un vacío indecible altanero
escucho
las grietas de las paredes
abrirse
la electricidad corriendo sin sudar
exhalar exhalar
inhalar inhalar
el globo que jamás revienta
y el afecto esfumarse.
Me trepo
en una de las esquinas del techo
arrugado y veo
dobleces que dicen mi nombre
con labios cenicientos
el contrato descosido
e infeliz.
He renunciado
al miedo tajante
la esperanza aterradora de lo posible
a lo extraño de lo irrazonable
y he aceptado
que no hay vuelta atrás.
Ensueño en azul cobalto
La muerte es imprescindible para que exista la cacería.
José Ortega y Gasset
Toquen fondo nos decía el cobrador antes de subir
ensardinados asentíamos preguntándonos quién sería el siguiente
el monopolio de la rocola nos arrullaba como si supiera que no habíamos dormido
y el pavimento herido se volvía cuna, pero no lo suficiente
los niños peleaban las ventanas porque ver el paisaje les daba carácter
y el movimiento de las cosas los mantenía niños
nadie hablaba en las mañanas, solo la nostalgia metálica
que nunca le sobraba un céntimo de espacio para el llanto o el olvido
nos parecía volar entre santos, flores, presidentes y montañas
la ansiedad de la plancha encendida o de la puerta sin llavín
y, aun así, no nos bastaban las agujas ni los relojes o las corbatas
para llegar a un lugar que, a pesar de la tardanza, parecía estar a un paso.
Presas de una culpa confesa nos lanzábamos a las fauces atroces y grises
de la bestia que se escondía arriba de las nubes y el smog
con la resignación bordada en el pecho y la música de Studio 54
firmábamos el libro que nadie revisaba por si el homicida acaso
y corríamos por la escalera deseando que no acabara nunca.
Llegar era saber que siempre es tarde y los pájaros no nos miraban
ahogarnos en un junio infinito de peonias y lirios amarillos
primer mes de junio, segundo mes de junio, tercer mes de junio
mirando el sol hecho un bombillo cansado tosiendo su luz ambarina
que apenas alcanzaba para existirnos los unos a los otros.
La muerte será una tregua injusta, pensé
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